top of page

Mesa de novedades (Santa Fe, Ediciones UNL, 2013).

 

 

 

Introducción

 

Los textos que integran este libro se escribieron, junto con muchos otros, entre los años 2005 y 2011, para diferentes medios de Rosario (el suplemento “Contrapunto” del periódico El eslabón de la cadena informativa, la sección “Cultura” del diario El Ciudadano & su región y el suplemento “Señales” del diario La Capital) y el país (el sitio web Bazar Americano y la revista Diario de poesía), con la excepción de algunos pocos utilizados en presentaciones de libros y de un inédito sobre la obra de Delia Crochet.

Se podría decir que los libros sobre los que escribí pertenecían a la “mesa de novedades” de las librerías: solo algunos (el de Roberto Echavarren, por ejemplo) criticados para El Eslabón, medio en el que me hice reseñista buscando personalmente el material a tratar –al comienzo muy relacionado con lo político: siempre me interesaron los límites de la literatura–, no atendieron a la actualidad editorial.

Más de una vez recibí mails en los que alguien me aseguraba haber ido a comprar un libro bajo el influjo de mi reseña o prometía hacerlo, como si el libro llevara mi firma y yo estuviera directamente involucrado en la transacción comercial. En esas ocasiones, recuperaba algo de mi poca fe en los efectos mercantiles concretos de las reseñas y artículos escritos: tal vez no fueran del todo infundadas las expectativas depositadas en los envíos que las editoriales realizan regularmente a un diario o una revista. Entonces no se trataba solamente de dar visibilidad a los textos aparecidos en el campo literario, en el mercado más o menos acotado de posibles compradores, en el mundo de las ideas e intereses de los lectores, sino de algo más tangible.

Lo que nunca puse en duda son los efectos simbólicos y emotivos de las reseñas. E ideológicos: en el sentido de posicionar en el campo cultural una manera de leer y considerar la literatura y la sociedad, y también en su acepción más restringida de pensamientos enmascarados que persuaden a alguien de algo, aunque la razón no esté totalmente de su parte, aunque sí cierta retórica persuasiva, cierto encanto de la escritura: algo parecido –o al menos eso entendí o quería entender– me dijo el periodista cultural Pablo Makovsky, en la redacción de El Ciudadano, alguna vez que pasé por libros y charlamos sobre el tema.

A pesar de que, desde un punto de vista de género, la reseña debe referirse al contenido de una obra y valorarla, para que funcione como tal, siempre pensé que ésas no eran más que las condiciones particulares en las que yo podía realizar una tarea crítica.

Según el especialista Jorge Rivera, el periodismo cultural dio dos formatos de la crítica literaria: la reseña bibliográfica, de la que se espera una idea sucinta del contenido y argumentos del texto y algún juicio breve sobre su valor u originalidad, sin perder un carácter informativo y somero; y el ensayo crítico sobre obras o autores, según él, más extenso, y al que se le exigiría mayor despliegue interpretativo y valorativo. Creo haber hecho una mistura de ambos, y es lo que me decidió a presentar el presente compilado al concurso en el que finalmente resultó seleccionado. Más allá de los resultados obtenidos, siempre quise ensayar una manera de leer, una filosofía de la lectura y la literatura que, revisando los textos compilados y escribiendo mis reseñas más recientes, me resulta bastante clara, acotada e insistente. ¿Con cuántas ideas sobre la literatura se puede leer literatura? Tal vez con muchas. Pero creo que en mi caso son pocas las que me guían y son las responsables de cierta repetición en los resultados que me incomoda de manera creciente y me ha alejado un poco del género, incluso ahora que dispongo de un medio (edito un espacio web de prensa literaria) para publicar lo que deseo.

Ahora bien, a esas pocas ideas las hice mías –son parte de mí (de mis mitologías)– leyendo a mis críticos favoritos (Roland Barthes, Maurice Blanchot, Walter Benjamin, Theodor Adorno, Terry Eagleton, Mijaíl Bajtín, Raymond Williams, Nicolás Rosa, David Viñas, Horacio González: la biblioteca de un estudiante rosarino de Letras), también escuchando sus clases y conversando, con inocultable inocencia y entusiasmo, con algunos profesores (también críticos, escritores) mencionados en las dedicatorias.

 

Escritura por encargo

Entre otras cosas, el título de este libro quiere aludir a que los textos reunidos se escribieron, como suele decirse, bajo demanda. Pero creo en verdad que siempre se escribe de ese modo y lo que puede variar es el tipo de demanda y quién la ejerce: la del deseo, necesidad o conveniencia propios o de los otros (amigos, grupo de pares, instituciones, público). O lo que varía es más bien el acento puesto en esas demandas, la fuerza cambiante con que gravitan. Pienso que escribir por encargo desde un lugar no profesional, como yo lo hice, pone en permanente tensión la demanda personal con la social.

El lector, entonces, no puede dejar de aparecer, de algún modo. Cada medio posee un lector modelo, aunque los espacios en los que colaboré no lo explicitaran, como lo hacen algunos diarios españoles con sus manuales de escritura. Entre los medios enumerados al comienzo, se pueden advertir notorias diferencias al respecto: las revistas especializadas, por un lado; y los diarios y periódicos, por el otro.

Al lector iniciado en literatura y otras expresiones artísticas, con frecuencia actor del campo artístico cultural, de Bazar Americano y Diario de Poesía, lo pensé como a un par, sin limitaciones conceptuales, terminológicas o de tiempos de lectura.

Al de los diarios lo imaginé como alguien que no tiene que haber estudiado Letras para entender lo que dice el artículo o ser un escritor o ferviente lector de literatura, que se merece el acceso a los bienes culturales, que está interesado en ampliar su enciclopedia cultural, aunque debo admitir que siempre pensé que el principal interesado en lo que escribía era yo mismo, que se trataba de un problema mío (derramar mis lecturas sobre el mundo, existir en el campo acotado de las letras, demostrar mi poder lector y mi suspicacia analítica, seducir, lograr que los demás me quieran, etc., etc.), aunque lo que hiciera formara parte del engranaje “industrial” (en algunos casos parece excesiva esta palabra), comercial y publicitario del libro. Después de mis inquietudes, supieron acompañarme como fantasmas algunos autores a los que valoro. De muchos recibí respuestas, virtual o personalmente: de gratitud, prudentes –incluso desconfiados– agradecimientos, suaves reproches, simulada o sincera indiferencia. Finalmente, los diferentes editores con los que traté (Osvaldo Aguirre, Ana Porrúa, Pablo Makovsky y Andrés Conti) fueron en ocasiones las primeras personas de quienes esperaba la aprobación, el elogio, la recomendación eficaz o la respuesta a una velada provocación.

He nombrado esos condimentos personales porque la actividad de reseñar novedades o escribir artículos o presentaciones no suele ser una actividad remunerada, y si lo es resulta una mala decisión por el tiempo empleado y su muy magra retribución. Es una lástima, porque el dinero pone una sana y laica distancia entre la actividad y toda la carga simbólica (cuasi religiosa) de la que se reviste una tarea que no está impulsada por el dinero, por la necesidad de ganarse la vida dignamente.

Ver el propio nombre en letras de molde paga con otro tipo de moneda: puede resultar una manera de posicionarse en el campo, de tejer redes con los demás miembros e instituciones. Recibí mi paga correspondiente y pude salir de la cueva que resultaba la biblioteca de mi casa, por lo menos hasta cuando sentí que estar en la “vidriera” no era compensación suficiente frente a la ambigüedad de mi condición profesional, que nunca dejó de incomodarme.

Trabajando en una selección de textos del periodista cultural Fernando Toloza, que publicaría Ediciones Recovecos, pasé varias horas fotografiando suplementos culturales de los archivos del diario La Capital. Súbitamente tomé conciencia del carácter efímero de mi propio paso por el diario: aunque buscaba otra cosa en esos pesados tomos, pude constatar cómo los colaboradores no periodistas aparecían, permanecían durante meses, incluso años, y desaparecían finalmente, reemplazados por nuevos colaboradores sin oficio, a los que les sucedía finalmente lo mismo. En esa época yo colaboraba regularmente –había llegado allí por mi propia decisión y deseo– y pensé que también llegaría mi turno de abandonar ese espacio y ser reemplazado por otros, como en realidad poco después sucedió. Lo decidí yo y es probable que haya sucedido así con los demás.

En general, este oficio cultural es llevado adelante por intelectuales, formados en alguna disciplina, que poseen un amplio bagaje cultural y saben leer y escribir con cierta soltura, pero no tienen carné profesional. Los mismos medios evitan que el reseñador supere las dos colaboraciones mensuales (que le permitirían llegar a las 24 anuales y convertirse en “colaborador permanente”) y alcance así las condiciones formales de empleo que supondrían encuadrarse en las previsiones del Estatuto del Periodista Profesional vigente en nuestro país.

Entre los que sí lo son en mi ciudad, quiero destacar por la calidad de su trabajo a los mencionados Aguirre y Makovsky, también a Martín Prieto y Beatriz Vignoli. También podría nombrar a otros ajenos al medio local, que comparten ese ethos al mismo tiempo ligero y agudo, que es el que me gusta y al que creo adherir: Elvio Gandolfo, Claudio Zeiger y alguno más, que ahora no recuerdo. ¿Cuáles son los rasgos que comparten? Aunque son todos escritores, escriben desde otro lugar. Evitan en general la primera persona, aunque no dejen de valorar y tomar parte en lo que escriben. Si bien están muy formados, usan un diccionario accesible a los lectores no especializados. No olvidan sostener una prosa atractiva y personal, en algunos casos con toques de humor, sin temor a las imágenes y a cierto despliegue metafórico. Dan cuenta de una obra a través de una lectura fundada en el propio texto, y no en valores o impresiones inefables, propias de una sensibilidad extrema o refinada. La literatura no los hace mejores personas, ejercen el oficio como cualquier otro, y por eso la reseña no se vuelve un medio para crearse una imagen de artista o una personalidad singular, que entiende a la cultura y el arte como formas de distinción (de todo tipo). Esto es algo muy visible en algunos suplementos literarios y culturales del país, en los que de todos modos siempre hay excepciones. Suele suceder en los medios locales cuando algunos escritores colaboran con lecturas sobre sus pares o amigos, sin evitar esos regodeos, tics, guiños o motivaciones que pocos comparten.

 

El lugar de la crítica

A simple vista, las aristas críticas del periodismo cultural parecen muy pulidas en los días que corren. Suele leerse o escucharse a quienes añoran el espesor polémico de otras etapas de nuestra historia cultural, menos publicitarias que las actuales. Yo creo que el problema de cierta anemia crítica o polémica de las lecturas está más allá de las decisiones personales. De todos modos, aunque a veces se extrañe un poco la confrontación de ideas o valoraciones, cuando éstas se dan no siempre resultan muy interesantes. Como si les faltara suelo fértil donde germinar. Seguramente esto tiene que ver con el profundo cambio cultural de los últimos años y el problema del valor en relación con una permanente desjerarquización de lenguajes, géneros, obras y autores. Pero también con el lugar desde donde algo se enuncia.

Según mi visión, la reseña goza de cierta ligereza, y no se le puede exigir la exhaustividad indagatoria ni el rigor crítico (ejercicio de la negatividad) del texto académico (tesis, ensayo crítico, ponencia, informe, paper o incluso reseña bibliográfica para revista con referato). Se diferencia además de manera abismal en su efectismo, que lo emparienta más con el cuento que con la crítica académica.

Y una vuelta más sobre esta última: la reseña, tal como la entiendo, se alimenta de la información, hipótesis, argumentos de la crítica académica, y los pone en escena, los dramatiza, teatralmente, a través de la voz del reseñista, como sucede con los aportes de la literatura dentro de la canción popular.

En algún sentido, “mesa de novedades” supone esa superficialidad, esa fragilidad del presente, de lo novedoso que pronto dejará de serlo. La reseña parece llevar consigo su acta de defunción. El presente libro sería un humilde intento por probar que se puede minar a veces esa propensión del género a la caducidad.

Recientemente, Nicolás Doffo me envió por mail una encuesta que preparó junto con Julieta Tonello e incluía la siguiente pregunta: “¿Cuáles son los autores/libros que te parecen más sobrevalorados y cuáles los menos valorados?”. A la que respondí como reseñista, y no como crítico académico –para quien sería una pregunta muy pertinente–: “No me interesa el asunto: que cada cual valore en exceso lo que quiera. Tampoco me interesa hacer justicia con los ignorados o mal leídos. Lo hará o no el paso del tiempo. Como saben, administro el sitio de prensa virtual Letracosmos; podría ser atacado, desde un punto de vista ajeno al medio, como una permanente sobrevalorador.” Que haya dos textos sobre Estela Figueroa en este libro no responde a un deseo de desagraviarla en el campo literario nacional: me gusta cómo escribe, me interesa y por eso me dedico a sus textos.

En general, el reseñista tiene la posibilidad de no es escribir si un libro le resulta muy malo o poco interesante. Por eso, en parte, hay pocas críticas negativas en el libro. La lista de obras y autores tratados prueba la heterogeneidad de géneros, temas, recursos y lugares enunciativos que se practicaron en los últimos tiempos. Este corpus sin duda se moldeó bajo el influjo de los editores, quienes han propuesto esos textos y autores en algún momento, por sus razones particulares (gusto, interés, intercambio de favores, obligación, etc.), y fueron –lo advertí retrospectivamente– muy permeables al trabajo con los sellos independientes de nuestro país, que en los últimos años propiciaron la aparición de muy buena literatura.

 

 

bottom of page