MALENTENDIDOS
Lecturas equívocas, interpretaciones erráticas de poesías dadas a publicidad…
Un poema de José Villa
Iván
La pupila suele ir
a la pupila del agua:
un camión se aleja
por la playa, un camión
del que se des
moronan manzanas
verdes
Los caballos se acercan
a comer de esas manzanas
Entre cañas quemadas
trato de silbar como
los pájaros que oigo
Rostro de yerba hecha
polvillo sobre mi cara
El silbido roza, ondula
la superficie del agua
naturaL
De Escombro (La Plata, Club Hem Editores, 2015).
Si el título del poema remite a la ópera prima de Tarkovsky ("La infancia de Iván", 1962), en particular a la secuencia del tercer sueño, donde, como en los otros fragmentos oníricos del film, se recrea lo sagrado, un espacio en tensión con el que habita ese monstruoso niño-espía, Iván resulta un alter ego del poeta. Su vigilia transita las ruinas que deja la guerra y “Escombro” es justamente el libro de Villa que incluye este poema: un desecho que hace de límite entre lo vivo y lo muerto, un vacío en el centro del acontecer de la historia, lo que sobrevive a la destrucción y abriga una potencia inagotable. En ese sentido, el breve poema puede abordar una misma cuestión desembarazándose de los maniqueísmos narrativos del film: ni despierto ni dormido, el sujeto —como el infante— habita lo intemporal.
¿Qué elementos de la escena fílmica se vuelven materia ruinosa del poema? El agua —una obsesión del director ruso— comparte con el ojo la posibilidad de dar paso a la luz. La mirada, con sabiduría oriental, se ayuda del agua para captar en precisos elementos (unas manzanas verdes) un reflejo de infinito. Y es un juego de miradas el de esos chicos que en el camión se maravillan con la luz de las manzanas que el agua descubre. Esos mismos frutos serán ofrenda y comida de caballos. Mientras tanto, una música de flautas y las imágenes en negativo de los árboles —que acentúan el extrañamiento de la escena— se concentran expresivamente en un solo verso (“Entre cañas quemadas”), con toda su carga polisémica: pájaros, silbido, instrumento musical, vegetación, ruina.
La voz pudorosa de Villa confía en nuestra capacidad para advertir sus sutilezas. La compositiva, en esa suerte de guion que se urde hasta el segundo verso de la segunda estrofa con la repetición prosaica (que se vuelve musical) de sus elementos (“pupila”: como si dijera “el ojo de la cámara se comporta de esta manera”, “camión”, “manzanas”, “playa” —locación—, “verdes” —la especificación cromática—) y se desbarata con la irrupción de un yo que llega a una especie de umbral. La musical, en la escansión de versos breves que no acalla el fluir más extenso de las cláusulas —que rondan las diez o quince sílabas—; en la agramaticalidad de “des/moronan” que expresa la morosidad de la caída o en el modo con que la palabra “natural” obstruye irónicamente la circularidad de la rima asonante de la última estrofa. Y la enunciativa, en la humildad de un decir que evita la conclusividad del punto, modaliza sus aserciones ("suele ir", "trato de silvar", "roza") y se vuelve finalmente programática: el silbido es el canto de nuestra identidad ruinosa (“de yerba hecha/ polvillo sobre mi cara”), que puede dejar una suave huella en el mundo, el rastro de una efímera comunión.
Diego Colomba
Rosario, 29 de noviembre de 2017.