El largo aliento
Después del entierro de papá visitamos a su madre
La luz que se astilla en las persianas y crea una penumbra grumosa
basta para iluminar el cuerpo flaco y alargado de la abuela
que exhibe la miseria natural de un cuerpo que late desde hace casi un siglo
en el que vio morir a su esposo y sus dos hijos
todavía reunidos en una de las fotografías de la vieja cómoda
tomada durante la celebración de sus bodas de oro
que los sobrinos ricos de Norteamérica costearon a modo de regalo
y los familiares más cercanos en todo sentido usufructuamos
sin tener que volvernos testigos por eso de la mundanidad de unos hombres que se hicieron a sí mismos
comiendo y bebiendo con la soltura de quienes honran sus deudas
cuando solo nos ocuparíamos a regañadientes mucho tiempo después
de la pobre paga de la mujer que se pasa la noche junto a una anciana
en lugar de velar por el sueño de sus hijos pequeños
y dispone durante la mañana de píldoras multicolores, banana pisada y agua del grifo
en una bandeja al borde de la cama que permanecerá intacta durante horas
los mismos que hablan en voz alta de la belleza de esa mujer fuerte
que ahora le agradece a una de sus nueras haber querido tanto a su hijo Norberto.
En viaje
Ahora que sos una cosa te devolvemos a tu pueblo natal.
Te llevamos en una ambulancia que conduce un bombero.
Se declara una persona de fe que lee la palabra en misa.
Le explico que tengo los sacramentos pero no puedo creer.
Se sorprende con mi idea de que los grandes drogadictos son hombres de fe.
Se la digo, ahora que soy viejo, porque me referencia como un adicto juvenil.
Le explico que eras agnóstico que no eras ateo.
Le gusta que hayas mostrado tu lado flaco en la enfermedad.
Que te hayas rodeado de estampitas y santos.
Aunque de joven te hayas declarado anticlerical en el periódico que escribías con Elbio.
Me explica que el miedo es saludable y comprensible en cualquier creyente.
Que es amigo personal del párroco que te enterrará y dará tu misa final.
Que el hombre llega a los ochenta con mucho miedo a la muerte.
Pero con una fe inquebrantable.
Una foto de papá encontrada en la casa materna
Esos chicos vestidos con sacos que fuman sonrientes en la foto
alrededor de pequeñas mesas atiborradas de botellas vacías
se hicieron adictos con los años al alcohol, al tabaco, al juego
a los lugares comunes de las conversaciones
escucharon millares de tangos en discos de pasta y vinilo
consiguieron un empleo, formaron familias, tuvieron hijos
dejaron que sus mujeres se encargaran de las cosas de la casa
se preocuparon por la inclinación amatoria de sus hijos varones
por las prácticas sexuales de sus hijas mujeres
por las nuevas adicciones que contraían de público conocimiento
cuando ellos seguían sin reconocer las propias aunque les marcaran el paso
se metieron en el cuerpo todo lo que la época les ofreció
como si fueran los frutos inocuos de la naturaleza
se volvieron hipertensos diabéticos nerviosos
con mayor o menor grado de obesidad
sufrieron ataques infartos cánceres de colon, próstata y pulmones
se accidentaron en las rutas con sus automóviles
amaron a sus madres como a ninguna otra mujer en la tierra
creyeron en la estrella de un destino aciago
sintieron un irrefrenable temor a la muerte.
El adiós
La última vez que encontré a papá levantado
fumaba en pantuflas frente al televisor de la cocina
llevaba colgada la mascarilla del nebulizador
que usó después de dar unas pitadas
una camperita de lana fina y gris
a la que le había recortado las mangas con tijera
sobre una camiseta musculosa blanca.
En esa ocasión le pregunté estúpidamente
si le parecía sensato intercalar el humo y el vapor
pero papá no tenía energías para perder
en demandas amorosas de mi parte
y siguió con su tos acatarrada
mirando el canal de las noticias
que tanto nos hacía discutir.
Después de eso no volvió a levantarse de la cama
más que para ir al baño ayudado por mi madre
que se lastimó la cintura intentando sacar sus piernas
cruzadas debajo de la cómoda grande del dormitorio
después de haberse patinado sin fuerzas
para ponerse de pie por sus propios medios.
Una vez por semana me asomaba a su cuarto
y papá descansaba boca arriba abrigado hasta el mentón
con las frazadas y los ojos cerrados. Tenía que aguzar la vista
para percibir los movimientos de su tórax. Por mi parte
hacía el rol de hijo escandalizado que no podía permitir
que su padre se dejara morir en su propia casa
acompañado por la mujer que más quería.
Como en la película El amor papá y mamá
compartían una íntima agonía
a la que no estábamos invitados
y duró aproximadamente un mes
el tiempo que nos llevó convencerlos
mediante largas charlas telefónicas
y un ardid del médico familiar
de que debía morirse en una clínica
en condiciones higiénicas y socialmente normalizadas
para tranquilidad de los que aún seguiríamos vivos.
Aire de familia
Ahora que llevo la barba ensortijada
encanecida desde la nuez hasta el mentón
a una edad en que papá también encanecía
al frente de su familia numerosa
que mi mujer ha encontrado mi rostro enrojecido
mientras bebíamos bajo el cielo pintado de gris
que brotan las várices de mis piernas huesudas
que el vientre abulta y los ojos se hinchan
y el despachante ha sentenciado en otro idioma
que se trata de la última botella por venir
las distancias hablan por sí solas.
Tu encanto
Las cajitas, las tabletas desordenadas de píldoras, las pequeñas botellas amarronadas con tapita
que se misturan en un rincón de la mesada contra la cortina de puntillas
esos sobrecitos cuyo contenido hecho polvo dejás caer en una vaso con agua chispeante de la canilla
y revolvés con un dedo para beberlo de un solo sorbo con cara de asco
el rollo de vendas hipoalergénicas que te cambiás una sola vez al día para no dejar que la carne ulcerada y las venitas azules de tu piel blanca estén a la vista de todos
el primer mate escupido como un vómito verde oscuro en la pileta de la cocina ante mi mirada absorta
tu astucia para hacerte negar si una persona vieja pregunta por vos desde el portoncito del porche
tus blasfemias y maldiciones por haberte convertido en una anciana que desea morirse de una buena vez
pertenecen a esa serie de procedimientos y herramientas matutinos con los que te disponés a vivir un nuevo día.
Autenticidad
En qué cambiaría el sentimiento de encontrarse con unas manchas de pintura
si no fueran las tuyas y las mías sino las de cualquier otro pintor de brocha gorda
apurado en la cornisa por rehuir del sol antes de que las chapas se calcinen
y su blanco refractario se llene de espejismos que invitan a caer.
Estas salpicaduras y estos goteos –en el caso de que fueran verdaderamente nuestros–
de espesa pintura blanca a la cal que derramaste torpemente en las junturas de brea o en el filo mohoso de cemento
son obra de quien ha bebido varios vasos de ginebra en ayunas y sabe que las mujeres de la casa
no subirán a ver los resultados del trabajo solo quieren que el calor de enero amaine un poco
y solo ese dato térmico les dictará o no su aprobación. Nada saben ni les importa
de tu única manera de verter y salpicar pintura con la escoba vieja que pediste prestada
de ese estilo que quiero hacer mío mientras te observo en cuclillas por el vértigo
tu modo particular de respirar el aire huracanado de la terraza que fluye como un alma enchispada
y se te mete en las narinas y en la boca abierta que sonríe sin dientes
de manipular factores controlables e incontrolables, de ver y aplicar la pintura desde todas las direcciones que tus pasos permiten
moviendo todo el cuerpo que baila y se salpica también con los flujos viscosos de pintura por la fuerza de la gravedad.
Decía que para saber a ciencia cierta si esas manchas de pintura que ahora miro
son las de nuestro último ascenso debería hacerse un análisis de consistencia geométrica de las salpicaduras a nivel microscópico
para compararlas después con los patrones de una conducta que se hizo cada vez más repetitiva
pero esas son pruebas que el corazón no pide.
Mientras caminamos hacia adelante el mundo sigue cayendo
Hace un rato una bandada de tordos manchaba el filo del tapial.
Había llegado poco después de que la lluvia cesara al igual que nosotros
que la habíamos visto caer durante horas detrás del mosquitero de la cocina.
Pero ahora esos pájaros renegridos que tornasolaban en el nimbo del porlan
se precipitaban sobre la tierra anegada donde no podríamos trabajar.
Nos conformábamos entonces con hundirnos en el barrizal lleno de charcos
que desdibujaban los surcos de reciente tierra removida
que esas aves nerviosas escarbaban en busca de alimento
picoteando incluso los trapos y maderas de un espantajo
con quien la fuerza del agua no tuvo miramientos.
No se apaga un espíritu más bien se lo aviva
Se seca el bigote que suda con el puño de la camisa
cuando no se rasca con las uñas limpias la calvicie
mientras trabajan sus mandíbulas flacas y mal rasuradas
y sus pocos dientes bien plantados aún para incidir en la materia
con un pedazo de pan humedecido en la sopa espesa muy salada
que acompaña un vaso de jugo diluido en vino
son los gustos que un hombre sanguíneo como él se sabe dar
antes de ponerse la gorra y el gabán roído
aunque empiece a pespuntear la primavera
y que se pince los pantalones con unos broches
para no ensuciarlos con grasa
en una bicicleta que lo llevará de una punta a la otra del pueblo
hasta que abrase el día.
En el ojo de quien mira
Ahora que la luz pulsa los vibrantes colores solares de la quinta
que les sale un sarpullido dorado a los tallos de las trepadoras
que vuelan basuritas y pájaros en la penumbra verdosa del naranjo
yo aboceto, sin buscarlo, el minuto de un brillo que empieza a corromperse.
Y no hay distingos lumínicos para mi propia urticaria, mis picaduras, mis quemaduras del sol en la piel
ni para mis moretones, mis costras que supuran, ni para la tripa del ombligo mal cortado que dejo al descubierto.
La verdad de mi versión no se resiente, fresca y natural como la digo, en un mundo
de impresiones donde nada parece sustraerse a la fuerza de un destino.
Ejercicio
No quieren que espíe, que haga trampas, que mire por la hendija de la gasa que se despega con el sudor de la frente
que si la cinta no pega cierre el ojo, que haga como si le guiñara el ojo a alguien
que no importa que no sepa guiñar bien el ojo
que se manchen las estampas del álbum que no cuide las formas
que raye los colores los contornos que pegue el color así aunque quede grueso como una pasta que chorrea
que ya va a quedar precioso algún día que no diga que ahora es un mamarracho
que podría quedar bien con un par de parpadeos del ojo permeable a la luz franca de la tarde
que no importa si la mano conserva algún secreto
que el ojo sano esté vendado para que olvide lo aprendido
y el ojo malo aprenda a ver lo que no ha aprendido aún
sumergido como está en la sensación
que me deshaga por favor de esa manera
cuando una manera es todo
lo que la memoria y la experiencia de los días me han podido dar.
¿Renegaría de la hora que respira?
Aquella persona extraña de inocultable parecido familiar
en el modo con que arrastra sus pasos hacia la ruina
de la vieja estación ferroviaria
que acaba de hacer un parate en el camino
de ponerse en puntas de pie para tomar el pequeño fruto de un árbol
llevárselo a la boca
sentir el asedio desapacible de su sabor.
La verdad sobre cierta clase de lesión
Mientras los signos vitales de tu vida van desapareciendo en esta pulcra habitación de hospital
y se vuelven contundentes las verdaderas razones por las que decidimos traerte
(tu hígado no se ha vuelto una bandada de pájaros sino una dura piedra indiferente)
esta larga puesta en escena de tu muerte que ha sido tu vida durante los últimos veinte años
se va felizmente terminando. Anoche regresé a mi casa en bicicleta por el boulevard.
Hice más de treinta cuadras llorando. No solo hablaste mucho con tu único ojo bien abierto.
Pediste ir al baño. Te hiciste higienizar después de deponer por tus dos hijos envejecidos.
Regresaste a tu cama como un chico que promete que el lunes siguiente retomará sus clases. Serías un alumno aplicado. Seguirías las inverosímiles disposiciones de los médicos en caso de que el tratamiento ambulatorio te fuera otorgado.
Pero seguramente algo cambió en tu actitud durante el sueño.
La decisión
Nuestro coche fue aminorando la marcha hasta que se detuvo y vos resoplaste.
Estabas cansado, te quejabas, de que no podías dormir, aunque yo te había escuchado roncar en más de una ocasión
preferí no gastarte una broma. Me limité a contemplar por la ventanilla el resplandor de una estación de servicio bastante animada.
Llevábamos medio día viajando y aún faltaban seis horas más según esos choferes somnolientos
que estiraban las piernas cerca de los surtidores que remarcaban que eran quince los minutos que teníamos para ir al baño y tomar un refrigerio.
Le pediste una ginebra con hielo al mozo del bar y no sé qué prurito (te tomabas fácilmente una botella a diario)
te llevó a cancelar la petición: yo solo había señalado sin mucho énfasis que no me parecía el momento de pedir semejante cosa
y vos obligaste al mozo a volver sobre sus pasos para pedirle un café con leche como el mío.
Fue, pienso, algún tipo de concesión a mi demanda infinita de amor y fruto también de un momento de debilidad de tu parte.
Pero lo cierto es que no fue una buena decisión y no me hubiera gustado, pocas horas después, estar en tus pantalones
que se arrugaban siguiendo tus pasos nerviosos a lo largo de un pasillo estrecho
apenas mejor iluminado que el mundo exterior.
1976
Lo supe porque vos misma, en alguna ocasión, me contaste, echando mano a tu acostumbrada retórica del rodeo,
que habiendo dado a luz por segunda vez no volviste a salir por un tiempo (algunos meses, años) de casa
pero para que yo no me hiciera una idea errónea a partir de tus palabras
que no pensara, me aclaraste, que te referías a las veredas del barrio
ni siquiera al parque de la estación donde tomaban sol los crotos que venían a pedir comida a la hora de la siesta
sino que se trataba del espacio exterior que circundaba nuestra casa pero también nuestro barrio y por qué no la ciudad o el mundo todo
y aunque intentaste superar el creciente miedo que sentías del mismo modo con que hacías frente a los miedos que arrastrabas desde niña
(una larga lista que incluía perros, arañas, rayos, viento, alturas, oscuridad, soledad, energía eléctrica, aguas profundas, etc.)
ahora tus pulsaciones aceleradas y tus palpitaciones te arrancaban el aire de los pulmones indispensable para cruzar el portón al que daba nuestro pasillo.
Bueno, ese aire puro de pesadilla que impregna el espacio real solo era superado, según tu relato,
si te desplazabas con nosotros en la cápsula de un automóvil de segunda mano
que mantenías con las vidrios levantados aunque nosotros nos quejáramos de la atmósfera viciada que debíamos respirar
y que manejabas sin solvencia pero con inexplicable decisión para cumplir con las frecuentes visitas a nuestro pediatra
tarea que nada ni nadie sería capaz de impedir ni siquiera esos desconocidos que se pasaban el día subidos a un auto estacionado en la esquina
que se ponía en marcha cada vez que trasponíamos el portón y nos seguía a una prudente distancia.
Se mueren los perros
Ahora que tu carne se ha gastado más que la piedra oscura
que acarreaste en la chata desde el Cristo Redentor
y depositaste en ese cantero para siempre
pedís que nos llevemos al cachorro de galgo
que mueve la cola cerca del portón
mostrando las costillas.
Nada querés saber de animales que te quitaron el sueño
cuando el campo se llenaba de liebres y perdices.
Si te dan a elegir elegís andar entre los yuyos
que crecen guachos en el terreno del fondo
que no piden cuidado alguno
no tienen maldad.
Trato
El hombre del vivero me ha dicho que el helecho que llevo es una planta
que requiere de ciertos cuidados: agua abundante y poco sol.
Me parece razonable lo que pide una planta para conservarse en salud
pienso mientras camino rumbo a casa satisfecho con mi nueva posesión.
No es mucho y es todo lo que estoy dispuesto a darle.
Confusión
A poco de andar por un camino que zigzaguea entre villorrios y caseríos en ruinas
el conductor de nuestro coche de alquiler pierde la poca paciencia que le queda.
No culpo a ese hombre de espaldas flacas: si los lazos afectivos no me unieran a la persona que viaja a mi lado
tampoco tendría reparos en pedirle (por el bien de todos) que se calle
pero no es justamente el caso y poco me importa lo que piense un extraño al volante
que ha cobrado el doble de la tarifa habitual aprovechando nuestra urgencia.
Aunque entienda que no tiene porqué mostrarse comprensivo con un hombre de voz acatarrada
que no ha dejado de anunciar una sola curva advertido por los carteles de la banquina
como si estuviéramos por precipitarnos en la pendiente más pronunciada de una montaña rusa
le pido que se limite a hacer el trabajo por el que está sentado allí adelante.
Papá entiende que sus hijos se ocupan ahora de las vicisitudes del camino
y se olvida por un rato de las señales de tránsito: con la cabeza volcada hacia atrás mira a través del parabrisas
un cielo que se ha poblado de raras y hermosas nubes que lo sumen en una especie de místico arrobo.
Sin duda el efecto del alcohol y las pastillas que apuró antes del viaje acuciado por la idea de despedirse para siempre de su padre
un tema caro en él (a un padre no se lo elige, sic) nos consta
ha incidido en la factura poética de las imágenes que papá recoge de un camino anodino.
Es verdad que nos resulta un poco cómico su evidente estado de gracia y largamos de vez en cuando alguna que otra risotada
pero tanto mi hermana como yo consideramos que ahora se está pasando francamente de la raya
obligándonos a bajar del coche que aguarda con el motor encendido
cuando sale del baño de la estación de servicio y camina con el paso apurado
como un niño que sabe que está haciendo una nueva travesura
hacia el verde sucio del trigal que se levanta detrás del parque de camiones
y mi hermana le pide a gritos que regrese
mientras un súbito viento caluroso desparrama tierra y pájaros negros sobre nosotros.
Jugado
Quedaron atrás las martingalas que cortás prolijamente en tiras que vas uniendo con cinta
el llamado del día en el que balbuceás las jugadas de la quiniela nocturna cuando tu esposa tiende ropa en la terraza
la luna de miel que se termina abruptamente después de dos noches de casino
el coche la alianza de casamiento tu propia casa que vendés a un precio desventajoso
un local atiborrado de gente que sigue carreras por televisión con boletos arrugados en las manos
la veladura del tabaco sobre las mesas de póker y truco loco en la piecita de un club de pueblo
y cuando ya nadie espera una nueva recaída
invertís el retiro voluntario de la fábrica en un mal negocio del que somos cómplices
queriendo creer que te empuja el incierto futuro de tus hijos
y no ese ávido deseo de renunciar a una suma que te quema en las manos
que te hace invitar a comer a los empleados temporarios de una galería comercial
y esperar durante horas tomando ginebra con naranja en el depósito y escuchando tangos por la radio
mientras yo les vendo las últimas chucherías que quedan en la vidriera a los contingentes de jubilados que llegaron en marzo y se pasean vestidos por la playa
y tengo que explicarte que aunque te aprieten las pantuflas no te van a dejar entrar al bingo descalzo
de manera que aceptás caminar por la calle principal pinchándote de vez en cuando con alguna piedrita
y solo te calzás las pantuflas en las puertas vidriadas del local sin antes sacudirte la arena de las plantas de tus pies con dudoso equilibrio:
apenas te rodean unas ancianas que sonríen con los labios pintados de rojo mientras toman cerveza en vasitos plásticos y anotan dicharacheras sus cartones al dictado
vos ya sos un hombre con los pies sobre la tierra.
Óxido
Carne cruda
Se abandona. En el contagio del fuego. En el último culito de ginebra. Una sensación de paz lo embriaga. Por eso aguanta los grumos de sol en la cara. Inspirado, golpea con la hoja afilada en la madera. Los teros oyen. Desde lejos. Corren con el ala mocha. Como hijos a los brazos de un padre. Picotean los pedazos.
Decadente
Olvidado entre bolsas de arpillera, con un yuyo en la boca, contempla el desgarro del cielo. Su espalda flaca se hunde en las espigas, ausculta el traqueteo de la chata en los rastrojos. Ni siquiera un ladrido puede arrebatarlo del vértigo con que las cosas se van muriendo.
Crédulos
Me pierdo en los pálidos brillos que salpican el pasto, en la música ligera de las tramperas. No sé nada de pájaros. Tampoco la tacuarita que cae con el canto del corbata, ni ese jilguero pintón.
Se viene el agua
Un cielo de porlan parece. Que se cae. Ya está tronando. El abuelo cava una zanja con la pala de punta. Quiere que se vaya esa agua porfiada. Rezonga cuando hace fuerza. No le importa que las abejas, que tomaban agua del charco, se le peguen como enjambre en un zapato. Yo las espanto con un palito cuando se acercan. Pero me quedo en cuclillas, arriba de los ladrillos cachados de la entrada. No quiere que se le ahoguen las gallinas, dice. Tampoco que me embarre, que mamá nos va a retar. Yo pienso que no: las gallinas saben flotar como los patos. Aunque estén encerradas. Muy despacio, un cauce de barro chirle supura para un costado. Cuando se larga, ya estamos en la cocina. Y afuera no se ve nada.
Ver para creer
Una tropilla al trote rompe el silencio de la estación. Son cinco caballos sin dueño. Tres ya están sobre las vías, uno de ellos algo apartado del grupo; los otros dos aún están subiendo la pendiente. Del otro lado de las vías hay un árbol y un camino. Por sus huellas ahora derivan hasta perderse de vista. Permanezco sentado en la galería de una estación por la que no pasan los trenes. ¿Podría decir que los trenes no existen porque han dejado de pasar? ¿Lo mismo de los caballos? ¿O de esos obreros que creían en el alma de los rieles?
Aldo o la intuición de que vivimos en las renuencias de un holocausto
Con una cámara que no sé manipular, que ese mismo viejo trajo hace diez años, la única vez que se alejó del pueblo, y ahora me saluda sonriente, bajo la pátina amarillenta de la tarde, con una bolsa de pan en la mano y el gabán descosido, tomo la fotografía. Hay detrás un tambor de cien litros, volcado, leña seca que se apila en el centro del baldío, latas de pintura arruinada alrededor, dos chapas que se enciman en el suelo sembrado de cardos, entre víboras de caucho y alambres en constelación rastrera. Hay estrellas que apenas se ven.
La corrupción del sepia
Esos hombres oscuros que aguantan el aire junto a las máquinas en la quemazón del maizal, llevándose las manos al cinto o tímidamente abrazados y sonrientes, se llenan de borujos.
Límites
Se rasca esa quemazón de costras, con las uñas sucias, aunque se haga sangrar. Presiente que las úlceras le pugnan en la piel por volverlo un único organismo.
Sin sensiblería
Contempla el limonero. La tumoración precoz de hojas y frutos. Se ha dejado estar y lo sabe: sin curación, hay embiche. Habrá que ir haciéndose a la idea de tanta pudrición.
La perdición del pan
El aire de los días hizo de él un resto que bien puede irse a parar al tacho donde se juntan el agua hervida, la yerba mate, las cáscaras, las colillas de cigarro, los saquitos de té y los huesos, en un acre mejunje que hay que tirar afuera, antes de que rebalse, para engordar a las gallinas. Pero no hay más pan bueno en la alacena, ni grisín, ni galleta para romper sobre la sopa, y decide agregarle esos pedazos duros, que ahora ceden, se ablandan, prodigan, en su sustancia, su propia sal.
Los oficios terrestres
Este perro de ojos saltones, echado en el pasto, que se pasó la vida rascándose las pulgas, rapiñando sobras, ladrando, con los pelos parados, que la luz aguachenta de agosto salpica, respiró apurado en su agonía, pero después, como entendiendo, se fue aplacando, con espaciada inspiración, hasta lo indecible.
Microcosmos
Espera, sin apuro, que la cáscara de naranja que cuelga del clavo, en esa pared descascarada, al sol, se seque, endurezca, se quiebre al tacto, se vuelva polvo perfumado entre palitos de yerba. Pero es puro berretín de viejo, piensa, viendo las moscas negras que se posan en la piel anaranjada, ajenas a cualquier infusión. También la vida anida en esos bichos. Y otras esperas.
Una densidad
Tus lentes culo de botella, esas marcas que dejan en la piel grasosa, el brillo de tus ojos, tu barba de días, ese quinoto perfumado que llevás en el bolsillo, el asiento de tractor clavado en la tierra donde probás la embriaguez de lo que dura, no son las moléculas escandidas de una historia. Apenas pedazos de tu materia viva.
Un orden sensible
Aunque se empape la cobija de rocío y amanezca mañana acatarrado, no quiere salir de esa confusión de destellos y oscuridades que arrojan los naranjos en el porlan. Seguirá hamacándose, un rato más, en la amistad dudosa de la noche.
Saba
Patea sin querer un sueco, olvidado, de chanfle, en el piso. Si lo habrá oído castigar el porlan todo el santo día, desde temprano. Parece mentira que le siguiera los pasos a una mujer tan delicada, piel y hueso. Y ahora, solo, una nada de voluntad en la madera.
Ración
La carne que se cuece, entre chasquidos, hasta el hueso, que mastica cada día con cara de desprecio, empujando con la lengua el bolo hacia los pocos dientes que le quedan, y adoba ya engullida con traguitos de ginebra, se echa a perder ahora en su propia sangre, por puro vicio de vivir.
Una pasión
No aminoran las revoluciones, ni se corta el chorro de vapor que enturbia el aire. Con la máscara caída, apura tres pitadas del cigarro que ahora apoya en el borde del hule, todo quemado, de la mesa. En esas confusiones gesticula la inocencia.
Existencial
La resaca humeante del plato la borra del vino en la cobija las migas de pan… Esa inercia calurosa en todo lo que sigue vivo.
Puesta en escena
Corre la cortina de puntillas. Desliza un dedo sobre el vidrio empañado. Esas lonjas oscuras que van quedando en el cristal descubren los postigos abiertos. El agua que cae. Detrás se funden el cielo y la tierra en una misma grisalla. Pero gira el cuerpo por más vino y se marea. El brazo que quiere sostenerse arrastra vasos, botellas, frasquitos que estallan en el piso. Donde no hay dignidad para la carne.
Después del tiempo
Ahora, que se ha quedado sin historias ni promesas, descubre el rostro de esa gringa de ojos grises, bastante altanera, aunque se embarre los suecos para darle maíz a las gallinas o haya parido dos hijas que ya son mujeres grandes: en esa carne urdida de discordias se va fijando lentamente el mundo.
Arterioesclerosis
Se apura en lo oscuro, como un chico que aprovecha un descuido, para dejar atrás las mujeres, los perros, las paredes podridas de la casa. Si sigue la huella se hará cierto el pensamiento.
El idiota de la familia
En una nube que hiede a menta y eucalipto y hace sudar los azulejos, papá respira bajo un mantel de hule. Entorno un poco la madera mocha, le digo que el cobrador llamó, que está atrasado, que no le agarran más las jugadas si no achica. Pero papá no escucha, jadea como un puerco acorralado, que se chupa todo el aire de la casa.
Se le vienen las cosas
Ahora que anda sin promesa, medio boleado entre las cosas, ni al chaparrón esquiva. Piensa y se le pega ese olor a querosén. Se dejará los zapatos puestos. Aunque después chillen. Y el abrigo que se endurece como una piel.
Acobardado
Aunque se deje estar, endereza el paso rumbo a la huerta. Cada mañana. Quiere perderse en la maleza. Fumarse un pucho. Que no lo jodan. Puede espantar alguna abeja o pisar con saña un zapallito. Que ni se acuerda cuándo sembró. Sigue saliendo. A veces puntea un poco. Encuentra alguna isoca. Qué graciosos son los teros cuando se vienen al humo. Está haciendo tiempo. Llueva o truene. Para dejar de repetirse hay que estirar la pata.
La ley de la miseria
En las achicorias guachas del yuyal atisba la primavera y sus trapicheos. Se agacha entonces con un jadeo. Arranca un diente de león. Meacamas, le dice, mirándolo al trasluz. Y lo deshace de un soplo.
Mudanzas
Algo risueño lo pone el cuadro (el embudo, las ínfulas florales del botellón, el mantelito) cuando comprueba que se vació la damajuana. Pero ahora, que dejó una casa sola y la lluvia le pesa en lo oscuro, como si le hubiesen echado un manto encima, y no ve ni una luz encendida al final de ese barrial, lo ahoga una risa irrefrenable que solo se corta dando tumbos.
Ardor
Ahora que chispea en la tierra floja, apura una colilla manchada con pomada. Detrás del tapial, se oyen los gritos. Guarda raudo el resto prendido en la campera. Aunque diluvie, le va a dar otra pitada.
Napas
Por el mosquitero se pueden ver. Los refucilos que blanquean la quinta. Los gotones que estallan en el barrial. El ruido de las chapas tapa los crujidos de la estufa. Le sale humo a la rajadura de la chimenea. Encorvado, el hombre tira de una argolla. Levanta del piso maderas viejas. Que le tenga la linterna, pide. Quiere ver ese mejunje de papel podrido que se abomba en lo oscuro. Mirá ese rincón, se sonríe: dos ranitas flotan agitando las patas. Parece que la lluvia cae más pesada. Y la vida sucia lo mezcla todo.
Sospecha
Mirando para otra parte, se limpia el bigote con el puño de la camisa. Desde que tengo memoria, se confiesa, salgo cada día a buscar el agua al pozo.
Composición
En un rincón exterior de la casa, las paredes lucen sus lamparones de musgo. Una pequeña ventana se insinúa tras un mosquitero corroído en sus extremos. A su lado, la herrumbre de la bomba descubre sus capas de pintura. Un tacho de cincuenta litros, que linda con una chapa suelta y algunas caños inclinados, mezcla aceite, escombros, cal y agua de lluvia. Entre la bomba y el tacho, una pila de cajones amarillos de cerveza, puestos de canto, entronizan a un gallo rojo, con el brillo perenne del plástico. Porque también hay luz en lo que se corrompe.
La violencia de las horas
Detrás de la pila de troncos recién cortados, asoman los álamos deshojados y un cielo azul pleno. A unos metros, los tocones agravan la desolación del paisaje. De similar corteza, aunque diferente tamaño, algunos troncos descubren sus corazones amarillos; otros, anaranjados. Heridos por rectos y profundos cortes en forma de estrella. En pocas semanas estarán endurecidos como los corazones de los pobladores. Un poco antes de que los cerros queden sepultados bajo la nieve. Decididos a perpetuarse en un nuevo invierno, los lugareños no dudarán en beber agua ardiente, ni en echar toda esta leña al fuego.
Equilibrio
Los yuyos altos de las banquinas, las ramas sin hojas de los árboles, los pastitos ralos que salpican el camino de tierra… Todo, teñido de blanco, se funde con la luz neblinosa del amanecer. Parece un paisaje nevado, pero es hielo lo que cubre el campo y echó a perder sus cultivos. La humedad que da vida se volvió fuego que abrasa. El mundo puede conmovernos con un poco de frío.
El erotismo
Una galería derruida, con ostensibles manchas de humedad, culmina frente a una puerta celeste de madera. El revoque de la pared que la rodea se descascara. Bajo las chapas verdes del techo, un vestido rojo con puntillas cuelga solitario de un alambre, tocado por la luz natural. De vez en cuando se agita con la brisa de la mañana.
Poesía visual
El yuyal blanco y las últimas lomas se acobardan bajo el cielo pampeano. También la luz del día, que apenas retienen las nubes del poniente. En el silencio que crece, solo hacen mella un molino de viento, un tanque de agua y una yunta de árboles flacos en sombras. Unos metros adelante, un cartel calado reza EL PENSAMIENTO.
Proyección
En la boca del día, el humedal se tiñe de rojo. Como una larga flama se expande el sol. Todo se refleja en ese espejo sangriento. El cielo, las nubes, la luz, el color. Incluso mis pensamientos, fuera del cuadro, se vuelven la sombra de sus sombras.
Límites
Tras el yuyal seco, el alambrado y un sembrado de trigo que apenas se eleva. No puede ocultar aún la línea que separa cielo de tierra. Tampoco esos pocos árboles plantados por gente que también abrigaba una esperanza.
Madrugadores
Velando con una mano la herrumbre aguardentosa de tus dientes, me despertás, cuando una luz sucia raspa los postigos, muerto de miedo, cuchicheándome al oído, como un camarada que no quiere despertar a las mujeres, que debo acompañarte, ahora que el café con leche está listo y quedan bizcochos de ayer en la alacena: hay que desmantelar el gallinero, más bien los restos que se arruinan en la maleza, antes de que el sol del mediodía nos sorprenda juntos, transpirando en un juego sin sentido, y nos fulmine con su impiadosa luz.
Pelotaris
Entre porquerías de paloma y escarabajos muertos, un viejo flaco hurga en el bolsillo de su gabán. Saca un chupetín mordido y se lo lleva a la boca. Lo chupa con fruición. Ajeno a los estruendos del tinglado, advierte que lo miro. Me pregunta si quiero chicle. Quiero, le respondo, y me convida un pedazo de goma que también saca del bolsillo. En la pereza de la siesta, ninguno puede decir esta boca es mía.
Caduca
Las vainas tiernas que cubrían el camino se volvieron duras cáscaras: crujen astilladas bajo mis pies.
Algunas lluvias y un poco de sol hicieron, de una idea propia, una semilla estéril. Dejo que el viento se la lleve.
Mi camino se siembra de infinitas pequeñas muertes.
Hábitos
Cuando la tarde declina, una garza se posa en la rama más alta. A la espera de su compañero. Se hurga el pecho y las alas con el pico que afila con una pata en alto. Yergue sus plumas y su cuello. Los retrae. Se ensimisma contra el vértigo de la soledad.
Cambiado
En la penumbra del baño te sostuve. Mi hermana te frotaba con un trapo. Te retaba como a un chico. Vos te dejabas. Ya arropado en la cama, mamá te acariciaba los cabellos. Nunca antes habías estado tan distante.
Real
El juncal en el ojo del agua, la resaca acre de la orilla, el culito parado de las gallaretas, su chapoteo luminoso, el estallido de los tordos en las lindes, los fuegos que cimbran parecen mentira.
Principios
Agarra un baybiscuí del plato. Lo ensopa en el vino. Brusco se lo lleva a la boca, perfumado. Lo aguanta. Como una mugre de delicia. Que engulle con un trago. La servilleta no la quiere.
Incontinencia
El frondoso follaje del olivo eclipsa el cielo: un límite poroso para quien se disipa en cualquier dirección.