MALENTENDIDOS
Lecturas equívocas, interpretaciones erráticas de poesías dadas a publicidad…
Un poema de David Wapner
Campo
Volviendo al campo
no entiendo a dónde empieza y en dónde termina:
El campo es el resultado de la muerte de una alfombra:
la alfombra de la especie más grande ha muerto y se pudrió.
Todos los bichos del mundo nacen de esa muerte
y de la alfombra no queda más que la idea que se tiene de ella:
que es el campo, que la alfombra es el campo,
y el campo, ya lo dijimos,
el campo está muerto.
Pobre vector.
Pobre línea del campo
que no flota, ni pisa, ni excava:
¡Pobre vector del campo,
pobre sombra que se quema,
porque el sol es malo y no perdona!
Pobre rayo que cae de arriba,
pobre abajo,
¡el vector del campo!
Campo, hijo,
campo verde como una botella,
verde de esa raza de animal extinto
que se llamaba campo,
y quedó así, cortado de cuajo,
culo abierto al cielo,
a la buena de Dios.
De Carga, adelante, vamos (Rosario, Ediciones Neutrinos, 2019).
Un poema puede progresar a través de sus versos para reducir o acentuar el espesor semántico de su nombre. La larga lista de acepciones y usos posibles del término “campo” puede constatarse en cualquier diccionario. Si la segunda opción se extrema como aquí (la palabra se utiliza trece veces), la proliferación semántica puede llevar incluso a una extenuación del sentido. ¿Debería servir un poema para una tarea más edificante?
El regreso aludido al inicio del poema ─una especie de filiación si se piensa en el enorme peso que tiene lo rural en la literatura argentina─ puede significar la insistencia en un tema de discusión (se advierte la dificultad para delimitar un área, una disciplina, o, como se sostiene en el poema, una “idea”), también el tránsito repetido de un espacio geográfico (lo que se advierte entonces es la falta de coordenadas para desplazarse en un territorio).
Solidaria con el tono expositivo de los versos iniciales, la definición que se da en el tercer verso (“El campo es el resultado de la muerte de una alfombra”), que el poema decide desarrollar con su oscuro modo de argumentar, y que, al mismo tiempo, no deja de aludir a una tradición del absurdo (la frase posee un aire de familia con las greguerías de Gómez de la Serna), es solidaria con la advertencia del sujeto poético sobre su incapacidad para comprender los límites (poéticos, filosóficos, religiosos) de su discurrir.
“La alfombra” ─un cuerpo no natural, de advertida impotencia telúrica─ resulta una referencia geológica (“raza de animal extinto” se dirá más tarde), que se vuelve ambigua al remitir a una “teoría” evolucionista sobre nuestro planeta. Colabora también con dicha ambigüedad su aire de fábula, de mito creacional (“Todos los bichos del mundo nacen de esa muerte”), acentuada por el retórico (e irónico) “como ya se dijo”, que no logra, como suele buscarse con dicha expresión, reforzar el poder asertivo de un enunciado.
El poema de Wapner testimonia la ruina de nuestras certezas. ¿Cuál es nuestra naturaleza?, parece ser la pregunta que no deja de abonar la superficie del texto cuando, como un cuento dentro de un cuento, irrumpe la segunda parte del poema, con su tipografía centrada, versos más breves, tono más marcadamente conversacional (aparece un vocativo) que el primero, reiteradas exclamaciones.
El vector de la física es una línea imaginaria. Pero el vector del poema, como se advierte, no posee cualidades físicas (“no flota, ni pisa, ni excava”) que puedan representarse. De ahí su pobreza; la pobreza, desde la fe vitalista que anima el poema y el libro que lo contiene, de una idea. Si había definiciones en la primera parte, en la segunda las caracterizaciones se vuelven más imprecisas: se señala lo que no hace “el vector”, una representación geométrica de una magnitud (velocidad, aceleración, fuerza) que necesita orientación espacial, punto de aplicación, dirección y sentido para quedar definida, justamente de lo que carece, según sus palabras, el sujeto poético.
Tal vez el campo sea lo abierto, uno de los nombres posibles del ser y el mundo, el lugar de “todos los bichos”, y la confusión antes aludida se deba a que el hombre siempre tiene ante sí el mundo, está siempre y solamente de frente y no puede acceder al puro espacio del afuera: “no entiendo a dónde empieza y en dónde termina”.
Entre la noche oscura del místico y la claridad del conocimiento racional, el sujeto es simplemente un animal que ha despertado a su propio ser aturdido. Este abrirse, parece decirnos “Campo”, es lo humano: “culo abierto al cielo,/ a la buena de Dios”.
Diego Colomba
Rosario, 24 de noviembre de 2019.