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Entrevista

El cosmos

Estamos iluminados, felizmente, por un sol mediocre. Imaginesé, señorita, lo que podría hacernos un gran sol, si éste, que es término medio, podríamos decir, entre los soles, nos calienta así la cara, en otoño, como un calentador a querosén.

El sol es una droga. Un cobijo. Un ensueño. A veces le hablo. Sol arrogante y fanfarrón, lo provoco. No necesito de tu fuego. Como si yo mismo fuera un perro que le ladra a la luna.

Seis mil grados centígrados en la superficie. Pero veinte millones de grados centígrados, en el carozo, en el horno nuclear. Por fortuna, el sol está a ciento cincuenta millones de kilómetros. Sí, una sana distancia.

Y lo más lindo es que su destino, aun con toda esa intensidad, es apagarse. Como nosotros. Mientras tanto hace equilibrio entre la gravedad y el fuego nuclear, sintiendo la muerte como una premonición. Nuestro sol cambiará lentamente, en una parodia grotesca de sí mismo, convirtiéndose en una gigante roja, dentro de cinco mil millones de años, y la tierra morirá. El sol latirá lentamente en su agonía final. Eso lo sé, y, sin embargo, llega la noche y el cielo me llama. Le doy un trago a la botella. Me recuesto, con los ojos bien abiertos. Me aventuro a las estrellas. Y me descubro a mí mismo.

Mi sol tiene su sol y alrededor de él gira sin descanso; va con sus camaradas de un sistema superior y otros mayores siguen y otros mayores y mayores. Todo gira, nada se detiene ni puede detenerse. Como la vida. Detenerse puede ser solamente una idea consoladora de nuestra mente. Solo la razón y las palabras congelan las cosas. Nosotros, recostados en el pasto, estamos dando vueltas sin cesar. Una órbita sinuosa es la mía y fugaz como la que traza un carbón encendido arrojado en plena noche.

Perdone, señorita, si me puse un poco lírico. Entiendo que usted precise datos para su informe. Pero el sol de los linyeras no es el mismo que el sol de la gente común. ¿Por qué? Porque un linyera, como yo y mis compañeros, puede vivir en un parque, al pie de un tanque de agua, o debajo de un puente, pero, al mismo tiempo, en un sentido, vive también, y como nunca antes, en contacto con el Cosmos. Hace, como decía Sagan, su viaje personal.

Sí, Carl Sagan. Veía sus programas en la televisión, señorita. Era como un poeta con la raya al medio hablando de las galaxias, algo que admiré desde pibe, leyendo revistas, viendo películas de marcianos y viajes en el espacio. La primera vez que entré a la planta de SOMISA y nos dieron esa recorrida de kilómetros, entre vías, trenes, ómnibus, caminos, torres, usinas, barcos, grúas, montañas de minerales, y vi a los obreros chiquititos trabajando, yendo de acá para allá, como hormigas, me pareció que estábamos en una especie de base espacial. De ciencia ficción parecía todo.

Acá me ve, recostado en la gramilla, hecho con el mismo material con que están hechas las estrellas. No lo digo como si fuera una poesía. Es algo, más bien, existencial. Por mí fluye el Cosmos. Lo siento así. Soy polvo de estrellas. Yo, usted. Estamos hechos con material del más allá.

Yo creo que tirados en la tierra hacemos masa. Como hacen los pararrayos. Pero espiritualmente hablando. Nosotros, los humanos, no somos un ser viviente más de la tierra. Intuyo que no lo podemos ser. Somos “El ser viviente”. Hacemos que la tierra se eleve al cielo. Y hacemos que el cielo baje a la tierra. Somos como un puente eléctrico y espiritual.

Claro, la veo un poco descreída, pero hay que poner un poco de imaginación para comprender la naturaleza de todo esto, incluso de lo muy pequeño, como el átomo. En el brillo de esta mandarina está la nube de electrones, pero oculta en esa nube está el núcleo, con sus protones y neutrones. Yo me pierdo, podríamos decir, todo el día embarullado en esa nube.

La masa está prácticamente en el núcleo. Los electrones son como pelusas que flotan. La materia es prácticamente hueca. Se da cuenta. Es como si uno viera, por un exceso de sensibilidad, la falta de consistencia de las cosas. Qué risa macabra me inspira todo cuando estoy en ese estado imaginativo. Su lapicera moviéndose por el papel. Discúlpeme.

Con la gente pasa algo parecido. Yo me quedo tirado en el pasto, como un neutrón. Y Fenicio, que es un linyera joven y está bastante loco, me da vueltas alrededor, como un electrón. Si se suma a las vueltas el Negro Díaz, dos años menor que yo, queriendo sosegarlo, en el piso tiene que estar el bueno de Aparicio, un pan de Dios, lo más parecido a un Santo. Así se mantiene la armonía del grupo. Es un complejo equilibrio, pienso yo. Tirados puede haber más que parados en movimiento, porque alguno puede hacer de protón. Pero nunca al revés. Si sobra alguno, lo mando a hacer algún mandado. Sin explicaciones, claro. Me hacen caso porque soy el más viejo acá. Estaría todo el día explicándole inútilmente a un pobre hombre la estructura de la materia. Entre los linyeras hay de todo. Creo, me parece una persona inteligente, que no tengo que aclararle eso. En fin. Esa sería nuestra fuerza nuclear.

A Pedro, que es el más sucio de todos, le digo siempre que le falta hidrógeno y oxígeno, y que le sobra carbono. Pedro, que tiene una gran intuición, se ríe mucho de mi ocurrencia. De un tiempo a esta parte pienso con las leyes elementales de la física. Es así. Ningún elemento químico pide perdón, ni se avergüenza de su carga nuclear. Pero vivo, al igual que Pedro, guiándome por mi intuición.

Cada vez que se forma un núcleo de helio, se produce un fotón de luz. A esto se debe el brillo de las estrellas. Lo que le estoy diciendo es que estamos hechos de esa luz. Somos hijos de esas nubes de gas y polvo. Por eso es tan lindo ver el juego de las nubes en el cielo. Fueron nuestra antigua casa. Las colisiones entre átomos calientan las nubes. Nuestro viejo y cálido hogar.

Átomos que se forman en el interior de las estrellas. Parece mentira venir de tan lejos. Pero es así. No se da cuenta el que no quiere. Las estrellas nacen en grupos. En verdaderos criaderos. Y después salen buscando su destino en la Vía Láctea. Y uno diciéndose frente al televisor que tiene que acostarse porque mañana se levantará a las seis y se tomará el colectivo de fábrica a las seis y media. Es como demasiado, ¿no? El contraste, digo. Porque no es que no tengamos nada que ver con esas estrellas adolescentes, rodeadas de gas y polvo. Son, de algún modo, nuestras madres. ¿Se imagina esa alegría? ¿Ese entusiasmo? ¿Y después pensar que al otro día hay que pasar diez o doce horas en la fábrica?

Tirado en el pasto, mirando el cielo nocturno, le digo que sí a toda esta energía que irradia la naturaleza. La dejo entrar en mi pecho. Para eso me dejo la camisa un poco desabotonada, no es de seductor que lo hago, sin preguntar si el viento sopla con buenas o malas intenciones.

Y todo cuanto veo se multiplica y se pierde más allá, se liga con sistemas invisibles, se extiende y se expande más allá.

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