top of page

El lado de la sombra

¿Qué significa tener un poema en la cabeza?

 

Esta mañana

escribí

un poema

efectista.

 

Como

un cuento

se leía

de una sola

sentada.

 

Tenía

inicio

nudo

y desenlace.

 

Y alguno

que otro

indicio

del final.

 

Un poema

simbólicamente

sencillo

al que no

le sobraba

nada.

 

Pero

lo guardé

mal

en la computadora:

 

lo perdí.

 

Como si

lo hubiera

soñado

intenté

reescribirlo

en la vigilia.

 

Mi memoria

era la mano

de un chico

que borroneaba

y confundía

los hilos

del poema.

 

Con torpeza

quebraba

el símbolo

como si

fuera

una cucharita

de madera

hundida

en el helado.

 

 

Sin solución

de continuidad

mi poema

original

se había

vuelto

un mito.

 

Ahora

mis dedos

debían

soplar

las mentiras

de mi mente.

 

Soplar

hasta volverlas

un poema

posible.

​

​

​

​

​

Si me identifico por un momento conmigo mismo

 

En un rapto de naturalidad, le digo “mami” a mi madre y abrazo su cuerpo flaco. Mi madre no encuentra nada raro en mi demostración inusual de afecto. Me abraza como si ése fuera el modo habitual de despedirnos. Después se encierra en su nueva casa, con dos vueltas de llave. Yo apuro mis pasos hacia el trabajo. Con los ojos entornados por el sol, escucho la animación de la calle, una parábola ruidosa que no tiene explicación. 

​

​

​

​

​

Más allá de cualquier inventario

 

Los habitantes de la casa se han ido a descansar. Nadie, felizmente, te reclama. Podés seguir recostado en el techo de la galería, entre marañas de cables y ramas. Entrever desde allí la lejanía del cielo. Una chispa de vida. Pero hay sombras o pájaros como dioses que hacen crujir las chapas. Y se niegan a dejarte solo.

​

​

​

​

​

Una tertulia poética

 

Basta el rincón recién refaccionado de una biblioteca municipal

para aglutinar a los cursantes del taller de poesía y escritura

que han distribuido prolijamente sillas un largo tablón forrado

donde se ofrecen generosas porciones de bizcochuelo y pastafrola

vasos plásticos cucharitas saquitos de té y café sobrecitos de azúcar.

Es más de lo que se merece un moralista que se ha alejado de casa

con un entusiasmo que raya francamente en la inocencia.

Ahora debe desgranar frente a un micrófono de pie la espinosa melopea

que en la intimidad de los suyos reconoce como su propia música

no tan inspirada si se guía por los rostros de las primeras filas

─tal vez lo suyo se aleje en demasía de las pautas básicas

de la declamación pública que intentan transmitir en el taller─

en los que incluso advierte algo de decepción si los compara

con el brío que exhibían al cantar las estrofas del himno nacional

el fervor con que ahora declaman frente a él valientes versos

que confiesan sin reparos una clara conciencia de la muerte

y un evidente asombro ante el milagro de existir.

bottom of page