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MALENTENDIDOS

Lecturas equívocas, interpretaciones erráticas de poesías dadas a publicidad…

Un poema de Jorge Aulicino

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La ley de la calle

                                        para Sonia Greco in memoriam

 

Qué bueno cuando asamos conejos imaginarios
y qué bueno la canoa que recogía
nuestros cuerpos quemados y exhaustos,
y qué bueno disparar un rifle de precisión
imaginario, pero oler pólvora de verdad.

Sin embargo estoy en una ciudad.
Hay una moneda en el fondo de un charco
y una mujer se detiene detrás de mí.
La veo en la vidriera donde
también se reflejan
ciertas nubes.

 

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De Estación Finlandia. Poemas reunidos 1974-2011 (Buenos Aires, Bajo la Luna, 2012).

     Cualquier cosa puede volverse el pretexto de un poema. Si lo es una película, y la alusión se señala desde el mismo título, un profuso reservorio de imágenes y sentidos se activa antes de la lectura. En diálogo con el film de Coppola, el poema de Aulicino se vuelve una máquina de producir ambigüedad.

     Tanto el poema como el film establecen, a simple vista, grandes contrastes. El blanco y negro de las imágenes y el color de los pececitos, del último reflejo de Rusty James en los vidrios de un patrullero y el de las sirenas; la visión idealizante de las pandillas del hermano menor, lo que dicen sus palabras, y la mirada desencantada del Chico de la Moto y de algún amigo de Rusty, el tedio cotidiano que ve el espectador. El tema del reflejo (la devolución, respuesta, de una imagen) es central en la película (la identificación de un joven con su idolatrado hermano mayor): las nubes vertiginosas que se reflejan sobre los edificios y las vidrieras, la conversación hacia el final sobre los peces luchadores de Siam (tópico que da título a la película: Rumble Fish, en su idioma original), quienes desatan el dramático final: si se les pone un espejo contra el cristal de la pecera tratan de matarse luchando contra su propio reflejo. El héroe enigmático del film piensa que alguien (él mismo) debería liberar los peces en el río, que su hermano menor debería llegar al océano, después de romper dudosamente la imagen romántica que tiene de él.

     El poema de Aulicino, también una especie de reflejo, hace del contraste algo estructural, organizándose en dos estrofas que en apariencia se oponen radicalmente (la segunda comienza con una construcción adversativa: “sin embargo…”): el pretérito de la vivencia pasada y el presente de la experiencia del sujeto enunciador; la aventura colectiva (se alude a la vitalidad de cuerpos expuestos al sol y a la agitación física —navegación, cacería—, a un festín culinario, a la combustión que deja un olor reconocible) y el tedio solitario; lo imaginario (las anáforas expresivas “qué bueno” cargan de idealización las imágenes: “conejos imaginarios”, “un rifle de precisión/ imaginario”) y lo real; la naturaleza y la ciudad abismal y su escoria.

     Pero ahí están las sutilezas léxicas (la elección de una comida harto inusual que vuelve dudoso el recuerdo), la sutil ubicación de un mismo adjetivo (solo difiere el número) al final del primer verso y al comienzo del último de la misma estrofa y de la conjunción “pero” en la cláusula previa a la que inicia la segunda estrofa con el “sin embargo”, que hace de jugar a disparar (como se puede hacer con un remo, una rama o un taco de pool como en el film) una módica aventura al lado de una cacería real, el uso de “ciertas” al final del poema, que puede significar “algunas” pero también “verdaderas” nubes (cuando en el verso final de la primera estrofa se habla de “oler pólvora de verdad”), la referencia a un “rifle de precisión” donde se sugiere una atmósfera natural; una serie de elementos que operan desbaratando la comodidad de las antinomias. Aunque el sujeto de la segunda estrofa se presenta solo en un comienzo, una mujer se aproxima luego a sus espaldas y una moneda (el vil metal del comercio humano) se vuelve un relumbre en el agua sucia, un brillo que reina en el exilio como el Chico de la Moto, y ambos, mujer y moneda, manifiestan la capacidad de ver del sujeto y de encuentro que propicia la ciudad, una segunda naturaleza. Si existe una ley de la calle, dice el poema, si existe un orden, normas o relaciones constantes y universales de inteligibilidad entre las personas, no queda claro cuál es esa ley ni cómo funciona. Esa misma confusión se expresa en la película: recuérdese sino la niebla y el humo de las calles, durante el día y la noche; esas interminables conversaciones en las que los interlocutores no llegan a comprenderse. Pero Aulicino no ha necesitado millones de dólares para hacer su trabajo y puede mantener el suspenso irresuelto más allá del final, sin recurrir a los atajos moralizantes de la fábula de Coppola, que no excluyen el mar, las gaviotas y el sacrificio de un héroe.

                                                                                                                     

     Diego Colomba

     Rosario, 3 de marzo de 2017.

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