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Baja tensión

 

 

Uno

 

Laburo

 

Destinado a un mundo

sin imaginación,

el coche de la línea cientodoce

podría ser el móvil que conduce

a un inocente,

 

pero no es así.

 

Son veinticinco años

de una labor

que se cobra cara.

 

Ya es tarde,

hasta para hacerse ilusiones

con las horas extras.

 

Y no hay caso.

 

Una vida robada

para garabatear una frase

que ya escribió otro:

 

trabajar cansa.

 

 

 

 

 

Carne y hueso

 

I.

Cachafaz evade

los alambrados que limitan

los cementerios de Acevedo,

para llegar a la banquina

donde el camino se confunde

con las piedras y el barro.

 

Mientras escruta

la ruta que sigue

como un señuelo inacabable,

no se siente menos

que los peones que cruzan

las tranqueras.

 

Sucede simplemente

que hasta acá llegó:

 

nada que ladrar a ese necio

que se pone a tocar la bocina.

 

Cachafaz siente que sólo

es un dejarse llevar…

 

II.

Días más tarde,

mientras los mamelucos anaranjados

hormiguean sobre el asfalto caliente,

el cuerpo de cachafaz sigue

inmóvil a la vera del camino

duro como el macadam.

 

Los operarios sólo

se encargan de los restos de caucho

que abandonan los camioneros.

 

En otro tiempo blando

se apoderará de cachafaz

el olor de la carne corrompida.

 

Poco a poco

el viento y la lluvia

lo terminarán de borrar.

 

 

 

 

 

Hábitat

 

Aún me hago negar

desde una cama

que se ha vuelto poco hospitalaria.

 

Buscando el lado más oscuro

apoyo el costado

opuesto al corazón.

 

Las persianas bajas rielan

con la luz de un nuevo día

que insiste en penetrar

y saturar la habitación.

 

El ventilador de techo

gira desde anoche.

 

Mientras afuera

los gallos hace horas

que no paran de gritar.

 

 

 

 

Baja tensión

 

El calor ha avanzado sobre un barrio

que no se lo merece.

 

Una noche más

con baja tensión.

 

Este prende y apaga de la conciencia

que puntúa la lamparita de sesenta

cansa a cualquiera.

 

Si la luz se cortara de una vez

sería otra cosa.

 

La oscuridad

-bromeás.

 

Pero así el tacto y el oído

crecerían como dos temibles babosas

poniéndonos locos de contentos.

 

O podríamos jugar a contemplar

las pocas estrellas

que los monoblocks del fondo

dejan ver desde el patio.

 

Pero la luz no se corta

y agoniza espasmódica

durante toda la noche,

atizando la duda

de si es cierto o fingido

nuestro actual desconcierto.

 

Insomnes,

jaqueados por el ruido

de los artefactos

al borde de la ruina,

se vislumbra más lejana

la utopía del hogar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ginebra

 

Para que no sepa a reproche

sacudo la botella

hasta la última gota.

 

La verdad:

hay que ser obstinado

para darse un ración diaria

de esta bebida inclemente.

 

Viejo,

hasta aquí lo acompaño.

 

Lamento decirle que

de ahora en más

nos moriremos por separado.

 

 

 

 

 

 

Pequeñas criaturas

 

Con las flores del vecino

se fueron nuestros soldados

para siempre.

 

María se pasea

con una bombacha

en la cabeza.

 

Juampi rayó la puerta

con un vidrio,

Diego se aburre

detrás del terraplén.

 

Verónica se hundió

en la almohada.

 

Y así siguen

estas pequeñas criaturas

 

dejándole mendrugos

a una posteridad

poco afortunada.

 

Hombre de su casa

 

Platos sucios

para el otrora aventurero

de la mente

-hoy repartidor de leche-

que extraña oscuramente

los días felices

embotados

por el vaso de vino

del almuerzo familiar,

mientras los niños lloran o juegan

en el patio trasero

y la mujer refunfuña

frente a la pila de platos

del día anterior.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El último sueño

 

Se acabó

tu último sueño.

 

Demasiado

por ser el último,

cuando seguir durmiendo

ya no da.

 

Desde este rincón del cuarto,

la mañana se insinúa

poco prometedora:

 

está nublado.

 

Sentís un gusto

resacoso en la garganta

pero no recordás

haber bebido

durante la noche.

 

Alguien olvidó echar llave

a una puerta que el viento

tiene a mal traer.

 

¿Por qué la mañana sigue

sin prometer algo que dé ganas

de salirse de la cama?

 

Algunas gotas cosquillean

burlonamente

sobre el vidrio de la ventana.

 

Cerrar los ojos

a esta altura

resulta imposible,

como apoyar el pie desnudo

que oculta la frazada

sobre la baldosa fría.

 

Estamos en condiciones de afirmar

que un par de truenos y copiosos

hilos de baba sobre el vidrio

son los indicios de que ya se largó.

 

 

 

 

 

Loop

 

El viaje del obrero…

¿cuál era?

 

¿el del trabajo a casa 

y de casa al trabajo?

 

¿O el del alcohol

entre cuatro paredes descascaradas

iluminadas por un televisor

que jamás recuperaría el color?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Rincones

 

La tía Florinda dormía

la siesta destapada

y sin corpiño

según ella misma decía

desde el claroscuro

de su cuarto.

 

Atravesé el pasillo y me detuve.

Corrí un poco la cortina pesada

y apoyé mis labios sobre el vidrio

frío de la puerta,

ésa que da a la calle pero no se usa

más que para sacar los muebles

una vez al mes.

 

Un cielo tormentoso

caía sobre el baldío

de enfrente.

El viento sacudía

las rosas aisladas

del patio.

 

Escuché un ruido

en el dormitorio,

entonces lo recordé:

 

“Mañana te voy a dar

una sorpresa.”

 

Ahora Florinda me hacía

señas desde su cuarto,

para que me acercara.

 

Traspuse la puerta,

me dejé llevar.

 

Perplejo,

sorprendido

por el olor de otro cuerpo

demasiado real,

mi cuerpo se introdujo

en ese rincón húmedo

de la casa.

 

 

 

 

 

         ¿Hasta cuándo son…?

 

Las bicicletas joroban

de vez en cuando

la noche del paisano que piensa

cuánto se extraña a una china

entre las cuatro paredes del rancho.

 

Porque se alborotan los perros

salvajes, embrutecidos

de tanto dar vueltas

al camino que va

del rancho a la tranquera.

 

Con la última brasa

el paisano consumó

su breve ración de hastío.

 

No queda más

que esperar el sueño:

 

cerrarle los ojos

a ese camino apedreado

que sabe conducir al pueblo

cuando el tiempo es otro

y la vida tiene sentido.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Agua estancada

 

El tanque donde aprendiste

a nadar amarrado

a un salvavidas,

ese mismo

aloja una marsopa.

 

Es en invierno,

cuando el agua sucia

no deja ver

el hollín del fondo

y los pétalos

arrancados por el viento

de los jardines vecinos

flotan en la superficie

juntándose en los bordes.

 

Un chancho acuático,

un delfín grotesco

que deja asomar la aleta

de vez en cuando

y paga cara su obstinación

detrás de unos salmones.

 

Pero si te fijás

bien en los contornos

redondeados

y en la mampostería

musgosa y agrietada,

el gran recipiente

no es el tanque

fuera de temporada

y a medio llenar,

sino una antigua

fuente abandonada

en los jardines ocultos

de unos vecinos ricos

venidos a menos,

 

ya olvidados,

 

tal vez muertos.

 

 

 

 

 

 

El parque de la estación

 

En aquel extremo del parque

se levanta el promontorio.

 

Desde allí nos dejamos caer

rodando

mientras el tren pasa

cargado de gente.

 

El ruido del tren

es nuestra música

de fondo.

 

A veces el tren se detiene

y un mar de cabezas

rebalsa el puente

que se levanta sobre las vías.

 

El tren se queda

quieto un rato

y después vuelve a arrancar.

 

Nosotros seguimos

entregados al tedio

salvaje del parque.

 

Al pasamanos llega

el olor a orina del baño

lindante con el promontorio

del que nos dejamos caer

rodando.

 

Entre nosotros y las vías,

el alambrado bajo

que lleva al tanque de agua

al que hoy no vamos

porque están los crotos.

 

Nos colgamos entonces

de los barrotes del pasamanos,

las manos queman,

nos dejamos caer.

 

Desde el banco desocupado

de cemento

se ven cascotes y vidrios rotos

en ese manchón de tierra

por el que corremos:

 

nuestra demencia se oxigena

con el viento del parque.

 

Algunos vuelven a sus casas,

otros se quedan.

 

Pero nosotros seguimos aquí

aunque se venga la noche:

 

pican la rodillas

frotadas contra el pasto

y la calesita da

más náuseas que antes.

 

Nos largamos otra vez

del promontorio.

 

Bajamos rodando

con el ruido de fondo

que hacen las vías,

un ruido perdido

desde que asfaltaron el parque

y privatizaron los trenes,

un modo de decir

que no pasan más.

 

Nuestras vidas igual

como si nada:

 

seguimos subiendo

al promontorio,

nos dejamos caer.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Antitetánica

 

No hay que correr

descalzos

sabíamos que

no hay que correr

pero corríamos

igual

por no llorar.

 

Por eso

-no a propósito-

corríamos saltando

la cuneta donde chapoteaban

los sapos

bajo la enredadera

que se enrollaba

como un túnel

hacia la huerta:

las pisadas

se hundían

en la tierra blanda

y viscosa

ocultas

por las lechugas

del abuelo

que no dejaban

ver si una culebra

u otro bicho

ponzoñoso

buscaba

en el fresco

algo de paz.

 

Pero entramos

corriendo

al lavadero

donde el clavo

oxidado asomaba

de las tablas

que tapaban

la boca del sótano.

 

Y el clavo se hundió

bien adentro del talón

hasta la raíz.

 

Y el reguero

de sangre que dejaba

se confundía

en la memoria

con los hilos de pis

que hacíamos

caminando

por el patio.

 

Pero ahora no

nos reíamos

porque corríamos

por no llorar

aunque corriésemos

sin parar

de llorar

como la lluvia

de todos los veranos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Dos

 

 

 

Espacios abiertos

 

Demolieron la casa de al lado.

 

No con topadora,

sino con palas y picos

y martillos y masas

y palos astillados…

 

La rabia de los usurpadores

desquitándose de los agravios

de la materia,

frente a la mirada

atónita

del oficial de justicia.

 

Un mini Kosovo

ha quedado

en el corazón del barrio.

 

Los antiguos moradores

ya no están.

 

Sus herramientas

yacen en el piso.

 

Sus vidas,

nuevamente

a la intemperie.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El campo de Baldomero

 

“La margarita del molino”

es de lata

y se oxida con los años.

 

La mueve el viento

para extraer el agua

que se estanca

y beben unas vacas

que se mueren

sin haber conocido

la poesía.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Paternidad

 

La sombra de mi hijo

avanza sobre la acera

junto a la sombra

de su padre.

 

Ambas se proyectan

desparejas.

 

En silencio.

 

Sombras compañeras

sobre la vereda del barrio.

 

Caminan para siempre

quizá

por última vez.

 

 

 

 

 

 

 

La playa

 

Dominado por el delirio

del alcohol

bajo el sol del mediodía

papá ve que un Tsunami

se levanta sobre nosotros.

 

Grita que salgamos,

que salgamos ya.

 

Nosotros nos negamos

con el agua hasta las rodillas.

 

Papá insiste…

 

pero qué es un padre

sino alguien que insiste.

 

Uno de nosotros

decide ir a calmarlo:

 

es que la gente mira,

atraída por los gritos,

sin comprender…

 

Pero a papá no le importa:

 

como un artista

desde la arena

levanta murales vívidos

que amenazan con romper

sobre nosotros.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Efecto

 

Noctámbulo

ensimismado

yendo de la silla

a la heladera.

 

¿Cuántas veces

un hombre ebrio

puede hacer

la misma pregunta?

 

Siempre presente

el alcohólico

entre gente que se desplaza

en tres tiempos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Sombras

 

En el vaso de whisky

con agua

sobre la mesa de luz

papá sumerge

noche tras noche

su ojo de vidrio.

 

Al despertar

alza la vista al techo

para colocárselo,

sin alterar

en lo más mínimo

su hemisferio de sombra.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Alturas

 

Subido a los techos

domina el barrio:

 

el niño de los pies cansados

ya trepó por la antena

de televisión.

 

Debajo la familia

persiste

terrestre.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Tejedor

 

El telar sobre la mesa

no dice

nada.

 

Su dueño

en la clínica

con un tumor en la vejiga.

 

Ya recorrí media ciudad

para llegar a casa

y ver el telar

en la mesa del comedor:

 

sin hilos tensos

 

sin trama

 

mudo.

 

 

 

 

 

Tomar distancia

 

Sintiendo perseguir

esa tierna distancia

entre tu piel y mi piel,

 

no hay diagnóstico favorable.

 

Mis manos titubean.

La mirada no se decide.

El torso no toma lugar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Final

 

Lampiña

la mano torpe

que acaricia

un bulto agónico.

 

Sube y baja la sábana

en la sala de hospital.

 

Ochenta y dos años,

un idioma en extinción…

 

Los recuerdos felices

insuficientes

contra la dificultad respiratoria

de la abuela.

 

No hay futuro,

entre inspiración y expiración,

para los testigos de la escena.

 

 

 

 

Accidente

 

¿Cuánto tarda un mundo

en girar sobre su eje?

 

Setenta años de distancia

entre conductor y acompañante.

 

Pulverizados

por el gesto simple

de un pie

entre los rayos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Síndrome

 

La imaginería gótica

de papá

fulgura en la habitación

bajo prescripción médica.

 

Las primeras fantasías

de la sed.

 

La familia

en el pasillo

se prepara

para lo peor.

 

Como un bailarín de tap

bajo las sábanas

el abstemio repasa

treinta años

dictados por la pulsión

de la sed.

 

Puesta en entredicho

justo ahora

por los comprensibles límites

del hígado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Gritos nocturnos

 

Ronca, la noche

me despierta

con otros noctámbulos

como yo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nueva pareja

 

Amores limítrofes

Incestos inofensivos

Deseos cambiantes

Gestos mal interpretados

Entredichos

Miradas torcidas

Palabras fuera de lugar

 

¿Ves que es difícil

entenderse?

 

 

 

 

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